El primer diario que encontré en Berlín perteneció a Gudrun L. una niña (o una chica) de Schöneberg que escribía casi cada día. Empieza en 1939 y acaba en 1944. Me costaba mucho entender su contenido porque estaba escrito en una Sütterlin de trazos muy geométricos (la Sütterlin es una caligrafía que se dejó de utilizar después de la guerra). Gudrun describe su vida con anotaciones que parecían destinadas a marcar el día, a situarlo con precisión, como quien deja una señal para no perderlo. De vez en cuando intercala hechos anodinos (la comida, la cantidad de carbón que han quemado, los deberes que le han mandado hacer), que solo al final del diario —por acumulación y leyendo entre líneas— adquieren sentido.
No lo quiere escribir, no lo hace nunca explícito, quizás porque reconocerlo leérselo de un mismo sería demasiado duro, pero tiene miedo. La guerra avanza y la propaganda, a veces, no puede esconder los nervios de los grandes, los rumores o la intuición de una niña que ya no lo es tanto. Desconozco si Gudrun dejó otros diarios. Es posible que sea lo único que se conserva de ella. (Gudrun, tengo tu diario. Lo guardaré mientras pueda).
Lo único que he encontrado sobre ella es que participó en algunas obras de teatro amateur en Berlín Oriental y que después trabajó de maestra. El diario de Gudrun estaba en una caja llena de libros viejos, parecía que alguien había vaciado una biblioteca escolar. Estaba entre los ejemplares que ya no se pondrían a la venta, los que los chatarreros no han conseguido vender a los anticuarios, a punto de ser vendidos a peso para el reciclaje.
Una buena amiga describe la supervivencia de materiales y obras a partir de esta escala: empresas de vaciados de pisos, tiendas de anticuarios y museos. Me gusta cuando, además, cierra el círculo y dice que los fondos de los museos también se acabarán vendiendo, que hay demasiados museos, que guardamos demasiadas cosas y que el buen mantenimiento de estas colecciones es inasumible. Dice que llegará el día que muchas piezas que volverán a manos de anticuarios, que por puro exceso llegarán a los traperos y que de aquí al contenedor del reciclaje solo hay un paso. Es la verdadera historia del arte, dice.